José Luis Tudela, rana o zorra (profesor de Latín y Griego)
Tal vez deberíamos escribir más sobre ese conspicuo ejemplar de canis vulpes, porque las zorras, no lo olvidemos, tienen su público, y hay que respetarlo. Pues bien, es hora de dar gusto al género zorrista, aunque aviso de que no va a resultar ni cómodo ni fácil ni suave. Absténganse de leer los espíritus delicados, porque escuece.
Mi amigo Marcial (ya saben: aquel copropolitano que no se encontraba el conticinio) insiste en quejarse, al menos delante de mi persona, de que está casi por completo rodeado de la peor clase de idiotas, ese grupito de licurgos que conforman todos aquellos mercachifles, penseques y saltimbanquis[1] que se consideran doctores honoris causa en ciencias políticas y futbología, y no saben hablar de nada cuando se les cae el palillo de la boca, probeticos. Yo lo consuelo revelándole que no es el único afectado, que somos muchos los que estamos sufriendo el mismo mal, y no tiene otra cura, o lenitivo, que la broma, la risa, más bieninter nos, puesto que los tontos del culo más coñazos, como es bien sabido, o tienen escaso sentido del humor y han perdido la risa por el camino de la idiotez, o no poseen los suficientes recursos mentales para desentrañar ironía ni chanza. Es decir, no tiene sentido que hagamos escarnio de alguno de estos ladrillos en su cara si no es para gozo propio.
Por ejemplo, yo le regalo a Marcial los oídos con mi lectura particular de la fábula de una zorra y una rana que decía que era médico, y nos tronchamos (nos destornillamos de la risa, como dice él, y bien dicho queda), porque reconocemos en ese relato a demasiadas ranas de tal pelaje y, de hecho, nosotros mismos damos en veces de rana (no nos falta más que una zorra que lo revele) y croamos malamente en algún momento de nuestras vidas. La fábula es antiquísima, vete tú a saber quién la ideó, y por eso se la suele adjudicar a Esopo, que en Literatura griega es como decir Perico, pero está muy bien compuesta, con ese golpe mágico que se concentra en la sutil réplica de la zorra. Mejor será leerla, con la versión en griego clásico original, más sugerente, y mi humilde traducción en cursiva:
ὄντος ποτὲ βατράχου ἐν τῇ λίμνῃ καὶ τοῖς ζώοις πᾶσιν ἀναβοήσαντος·
Cuando estaba una rana en la charca y gritaba a todos los animales:
“ἐγὼ ἰατρός εἰμι φαρμάκων ἐπιστήμων”, ἀλώπηξ ἀκούσασα ἔφη·
“¡Yo soy médico conocedor de fármacos!”, una zorra que lo oyó dijo:
“πῶς σὺ ἄλλους σώσεις, σαυτὸν χωλὸν ὄντα μὴ θεραπεύων;”
“¿Cómo vas a sanar tú a los demás, si no te curas a ti mismo, que estás cojo?”
Hasta aquí, la fábula original, con toda su carga para quien sepa leer entre líneas, y de derecha a izquierda. Resta un epitimio, o sea, esa frase que va al final y resume la enseñanza moral o hace una breve aplicación práctica de lo que contiene la fábula. En estas últimas palabras el estilo cambia, se nota que se compuso siglos después que el corpus original; incluso, a veces, suele desvirtuarse un tanto el espíritu de la composición; no obstante, en el epitimio de esta fábula hay aciertos evidentes. Mi amigo Marcial ya hace bastante mofa de estos enteraos a partir de la fábula desnuda, pero cuando le traduzco el epitimio me señala y se desgarra de mi persona, y no sin razón. Vamos a verlo:
ὁ μῦθος δηλοῖ ὅτι ὁ παιδείας ἀμύητος ὑπάρχων, πῶς ἄλλους παιδεῦσαι δυνήσεται;
La fábula enseña que el que es inexperto en enseñanza, ¿cómo podrá enseñar a otros?
Efectivamente, para nuestro copropolitano, somos ranas y nos creemos profesores. Croamos, bien alto, para que todos nos oigan, y sentamos cátedra con nuestros conocimientos. Profesores, maestros nos llaman, sólo porque hemos acumulado una vastísima cantidad de saberes y experiencias epistemológicas. Como la rana que decía que era médico. Afortunadamente, hay una abrumadora multiplicidad de aplicaciones de la fábula, pero al final se menciona la educación (παιδεία), y a ello iré.
Sin embargo, se nos ve demasiado la cojera: “Estos nenes de ahora no leen nada”, se queja el maestrillo que no ha disfrutado, en su intimidad, de lectura alguna desde hace veinte años; “menudos zotes: no son capaces de levantar la vista del teléfono móvil”, concluye la profesora, mientras consulta sus me gustas-no me gustas en una pantallita de absorción continua; “es que no los veo capaces de esforzarse por nada[2]”, alega otro que no pierde tiempo en ir andando tan siquiera al gimnasio de su barrio. Y también los hay semejantes a un servidor, los que cometen contra cualquiera desacato de lengua, y no escarmientan.
A veces, contradigo a Marcial oponiéndole ejemplos de maestras y maestros que han sabido enseñar y, con esto, educar. Y que saben. Intento detenerle la lengua mostrándole ejemplos de personas a las que no hay zorra que pueda poner en evidencia, que consiguen salvar a quien se deja, y a veces a los que no quieren ser tocados por el pincel de la razón. A pesar de los numerosos batracios que se acumulan en la charca, con su tedioso raca-raca todo el rato, esta profesión de la enseñanza merece la pena por eso.
Ya me callo.
Gracias por soportarme. En otra ocasión hablaremos de más animales.
1 Para este y todos los improperios que el texto contiene, sugiero que, en lugar de asustarse como viejas sin lumbre, se consulte, en caso de dudas, la imprescindible obra del maestro Pancracio Celdrán, cartagenero de mucha valía: El gran libro de los insultos.