José Luis Tudela Camacho, mientras duermo (profesor de Latín y Griego)
Durante estos últimos días, he pasado algunos ratos lentos en el corazón de un Hospital, más de los que quisiera y tal vez menos de los que debería. En esos períodos de espera, mientras aguardaba no sé qué infortunio, o una leve noticia de mejoría, he podido leer, reflexionar, pensar. Decidir.
A mi mente llegaba la música (o anidaba en ella, desde siempre, al modo socrático), de aquellos versos de la Ilíada que advierten sobre la caducidad de las generaciones humanas, comparándolas con las de las hojas barridas por el viento de noviembre. A la vez que languidecen nuestros cuerpos, caducos y arruinados, en principio con morosa lentitud, luego en aceleración constante hacia la nada de los átomos (como Lucrecio lamentaba), nos permitimos el lujo exquisito de cultivar la vanidad, en todas sus formas y colores, sobre todo mediante revoques falaces y chapuceros del exterior de los muros, ignorando totalmente la ruina que provocan los cimientos ya podridos deinitio, y sin levantar un mínimo contrafuerte o ahondar foso contra las humedades que nos corroen desde un entorno cada vez más adverso. Mentes devastadas por la ignorancia consentida.
La ruina que advierto no sólo cunde en el interior de los cuerpos, sino también en los ánimos y, mucho peor, en los intelectos de la mayoría de mis congéneres, que hacen escaso aprecio por el pasado, acaso si obtienen de él algún beneficio tangible o crematístico. Para muchos de ellos, las personas que ya han concluido su labor productiva son invisibles, al menos apartadas porque les estorban, porque no caben en sus vidas de hedonistas consumados (y consumistas). Sólo se mira el provecho inmediato, tangible, de las personas, de los objetos, de los conocimientos. De la cultura.
Regreso al símil de Homero: no somos más que hojas a punto de caer. Bueno sería que estas reflexiones llevaran al goce de la vida, pero también a un esfuerzo por diferenciarnos de la sencilla hojarasca triturada por el otoño. Tenemos la capacidad y la obligación de la razón y del recuerdo: por las personas que han pasado y nos dieron la vida, y por los acontecimientos que han formado nuestro mundo.
Es muy triste para mí comprobar con estupefacción cómo, mientras se desampara a los más veteranos, se anima a nuestros jóvenes a ejercer profesiones “de futuro” confundiéndolos con promesas de ganancia económica y alto prestigio social, en una espiral de mentiras y decepciones. La Educación no significa formar ciudadanos satisfechos, sino abrir el mundo a las personas y permitirles elegir, aunque conlleve un ingrediente de riesgo y desencanto. Con ese fin, el conocimiento del pasado, es decir, de nuestras ruinas, se hace imprescindible, por mucho que duelan la devastación y el olvido, por difícil que resulte un aprendizaje que debería ser placer en sí mismo, nunca una rutina.
Los dioses de la Ilíada eran extremadamente crueles, y destruían a los humanos, pero les concedieron la capacidad del sufrimiento y de la reflexión. Conformados por estas dos premisas, los seres humanos han construido el camino de la verdad, que es el mismo que el de la mentira. Por supuesto, el tránsito hacia la mentira es mucho más fácil, porque una verdad no es apreciable por ninguno de nuestros sentidos, más que por la reflexión (nunca por la emoción). En estos casos, sólo podemos domesticar mentiras, localizarlas y encerrarlas en una pocilga, lejos de nosotros y de nuestros hijos, hasta el último día de nuestra existencia, pero para eso tenemos que aceptar las ruinas, comprenderlas y reconstruir.
Destruidos, pero no vencidos.