José Luis Tudela Camacho, maestro de mucho, enseñante de nada.
(Dedicado a mi amigo Manuel Martínez Morote, que un día nos recordó esta palabra, durante uno de aquellos diálogos socráticos en el Departamento de Historia)
En la Ciudad, el pobre no tiene ocasión de pensar, Esparso, ni de descansar. Impiden vivir los maestros de escuela por la mañana, por la noche los panaderos, los martillos de los caldereros durante el día entero; por aquí un cambista ocioso golpea su sucia mesa con las monedas de Nerón, por allí el batidor de la arena de oro hispana golpea la piedra desgastada con su brillante martillo; y no cesa la turba inspirada de Belona, ni el náufrago charlatán con su torso vendado ni el judío enseñado por su madre a pedir…
Así describe Marcial, poeta hispanorromano del siglo primero, ciertos aspectos de la vida cotidiana en Roma, y sigue enumerando más agresiones acústicas de sus vecinos, para justificar ante un amigo por qué suele retirarse a su casita de campo. Parece que el silencio en las urbes de hace dos milenios era tan escasamente valorado como ahora. Hace apenas unas horas, me ha sorprendido un párrafo de “Alegría”, de Manuel Vilas, otro excelente poeta aragonés, que recoge el mismo tema, y añade una premonición. Veamos:
No había nadie en el interior, lo que me permitió disfrutar del silencio, algo que escasea en todas partes, algo que en años venideros será motivo de crímenes, porque la gente enloquecerá por culpa de los ruidos. Se matará por el silencio como ahora se mata por el dinero, porque el mundo será una estridencia infernal. Contados están los días en que el hombre vulgar pueda gozar del silencio de manera gratuita.
Contados están los días.
Moriremos, es bien triste, pero más triste es que antes morirá el silencio, y tal vez el mundo. Lo peor es que el ruido significa, cada vez más claramente, pobreza y miseria, y todo el mundo debería saberlo.
Recuerdo que un amigo mío (llamémoslo Marcial, como el poeta de Bílbilis, porque está mal decir que se llama Luis Atilano) deploraba profundamente el ruido que tenía que soportar, procedente de los aledaños de su residencia, es decir, de sus vecinos más inmediatos. El pobre Marcial se veía continuamente asediado por el estrépito producido por esa familia con la que compartía pared medianil (llamémoslos, por ejemplo, los Tracatrán). Por las mañanas, por muy temprano que Marcial se levantara, se alzaban antes los Tracatrán y despabilaban a Marcial con gritos, portazos y, cómo no, con ladridos, que no cesaban hasta bien entrada la tarde. En este punto preciso, hay que revelar que los Tracatrán solamente eran cuatro o cinco: la madre Tracatrán, el hijo Tracatrán, dos perros ladradores incansables y, de vez en cuando, una extraña cantora. Antes habitaba también un presunto padre Tracatrán, pero salió huyendo, no se sabe por qué. Los tusos, dice mi amigo, actúan con especial contumacia cuando se acercan al muro medianil, con ánimo de pendencia canina, hasta que pasa de medianoche, cuando parece que ya importunan a la señora Tracatrán durante su visionado televisivo que, por cierto, conlleva un sonido de extremos insufribles, con o sin audífonos. Todo esto, y bastante más que no diré, me lo revela Marcial casi con lágrimas en los ojos, diríase a punto de cometer las locuras que anuncia Vilas con énfasis bíblico.
¿Hay conticinio en casa de mi amigo? Alguien, llegado a esta altura de insostenible lectura, puede preguntar qué es un conticinio. No se llama así el hijo de Marcial, ni el padre de los Tracatrán. No busquen. Yo lo digo. Mejor, lo hago: la palabra viene de la combinación de la preposición latina CUM, que se utiliza para marcar la concurrencia, más el verbo TACERE, que significa “callar”, es decir, conticinio significa el momento de la noche cuando todo cesa y nada o casi nada se escucha.
Me parece que no puedo aliviar a mi amigo alegando que, en realidad, el conticinio no existe, o apenas existe. No debo confesarle que tampoco yo lo he sentido, ni siquiera cuando estoy en el campo y se hace esa hora de la madrugada, durante el estío, en la que se escucha perfectamente un rumor de aguas desde el río, cantos de grillos y, si hace alguna brisa, un suave fruir de hojas, lento y próximo.
Tampoco podré hablarle de la ruptura del conticinio en plena noche marina, entre mis sueños comidos por las olas y la bruma densa del océano.
Ni, por supuesto, le contaré que no existe esa especie de silencio cuando, apenas unos metros más allá de su sufrida residencia, en plena madrugada, disfruto escuchando, a veces (cada vez menos), cómo cae la lluvia sobre las losas de mi patio, resbalando a través de las hojas de los geranios, de las buganvillas…
¿Cómo podré ayudar a mi amigo? No he de dejar que sufra ni que, mucho menos, lea el texto de Vilas. Será suficiente con un leve comentario del epigrama de su falso homónimo, supongo. Por mi parte, la mejor manera de respetar el silencio será… callarme.