Revista "La Mandrágora" – IES los Albares

Pajaricos sueltos

 

Manuel Martínez Morote, profesor de Geografía e Historia.

Pajaricos sueltos

Hace dos o tres semanas, María, directora de la nueva Mandrágora, me propuso participar con algún artículo de opinión en esta andadura cultural de nuestro querido instituto Los Albares. Este es un regalo que recibo con entusiasmo. La función de un centro educativo es ofrecer a la sociedad lo que le es propio e inherente, y eso no es otra cosa que conocimiento, razón para encontrar respuestas.

En esa magnífica función que tenemos los profesores, destacó de manera brillante mi compañero, mi amigo Tino Mulas. A él tienen que ir dedicadas mis primeras palabras en esta renacida revista.

A veces, nuestro pecho se ensancha como campos reverdecidos cuando conocemos a personas especiales, diferentes. Conocí a Tino otorgando sonrisas, insuflando fuerza a los nuevos profesores que llegábamos al instituto. Compartí con él el amor a la memoria, ese conocimiento terrible y necesario del pasado que nos ofrece la posibilidad de vencer a la mentira y conmemorar a nuestros antepasados. Hablábamos de arte, y con tristeza mal llevada éramos conscientes de la falta de apego que mostraba Cieza hacia la conservación de la arquitectura tradicional, del abandono del Paseo de Pepe Lucas, de la vandalización de la fuente de Aretusa, de Francisco Marco, en la olvidada finca del Menjú, o de la belleza identitaria que conocieron los mayores en las acequias hoy desaparecidas, o de los espartizales roturados, de las decenas de ejemplos parecidos. Con él disfruté de la geografía, nos adentramos en el paisaje, en la fotografía, y entonces, hasta nosotros llegaban los horizontes de esta tierra dura y seca a la que tanto quiso, y en cada instante capturado de la piedra o la planta, del árbol o el río, de la huerta o las veredas, disfrutábamos como si fuésemos miembros de una rescatada sociedad geográfica, y el tiempo parecía, de esta manera, que todavía no había posado sus ojos en ninguna de nuestras vidas.

Hace ya años, fue Tino quien me ofreció participar en la antigua Mandrágora. Acepté con el mismo entusiasmo con que ahora escribo rememorando a un hombre bueno, pero entonces, todos éramos otras personas. Eran otras las circunstancias, otra nuestra edad, también nuestra fuerza. Tino se presentaba incansable, lo mismo como profesor, secretario o director. Nunca mostró cansancio alguno, nunca dejó a nadie sin atender y por qué no decirlo, sin consolar cuando las vicisitudes de la vida alguna vez amenazaban con doblarnos.

Lo echamos de menos. Añoramos ver cómo los alumnos crecían con su conocimiento y bondad, cómo querían y respetaban al profesor, al hombre ilustrado. Tino sabía sopesar la inmensidad de la historia, conocía el peso de la tierra, y sus enseñanzas guardaban un precioso equilibrio entre el tropel de siglos y la incipiente vida de aquellos a quienes enseñaba, el ligero espíritu de quienes comienzan a vivir. Navegaba con los niños y adolescentes con la maestría de quien había recorrido ya casi todas las travesías de la docencia.  Yo escuchaba también sus palabras. Aprendía.

Una vez, en una conferencia, Félix Grande se emocionaba contando cómo un día, de mañana, mientras se miraba al espejo en el baño, reconoció el rostro de su padre. Contaba el escritor que de repente fue consciente del paso del tiempo. También ocurre con las manos, con la forma de andar y los gestos cotidianos. Los hijos son injertos de los padres. Crecen de su misma sabia y como árboles, si se les deja, con su propia e incomparable personalidad forman parte de los mismos bosques; unos prontamente, otros, cuando pueden. Miro a Alberto y veo a su padre. De él ha heredado un sorprendente parecido físico, la dulzura de las palabras, el amor a la historia.

Los días en el instituto son un recordatorio a Tino. Cada clase un homenaje. Recorro, bajo la tiranía del horario los lugares por los que llegábamos a las aulas. Todavía no me acostumbro a su ausencia, no lo haré nunca. De vez en cuando, en las horas de más calor, el olor a resina de los pinos se eleva como una plegaria. Los alumnos, en los cambios de clase, vuelan, corren, chillan exaltados en su despertar primero; y entonces, se presenta la ausencia del profesor en toda su magnitud, sin remedio alguno, y me parecen que fueran pajaricos sueltos de Vicente Medina.

3 comentarios en «Pajaricos sueltos»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

This website uses cookies and asks your personal data to enhance your browsing experience. We are committed to protecting your privacy and ensuring your data is handled in compliance with the General Data Protection Regulation (GDPR).