José Luis Tudela (profesor de Griego y Latín y lector de Potocki)
Hacía tiempo que no sacaba en estos papeles a Marcial, tan suyo él. A veces lo visito en su residencia, un pisito que habita en Coprópolis, aunque casi siempre haya que caminar en zigzag por las aceras, como un poeta ebrio y, ya en la casa, se haga necesario soportar los impertinentes ladridos de sus vecinas.
Habita Marcial en un hogar de tamaño mediano, más que suficiente para su familia, casi en su totalidad forrado de estanterías con libros, la mayoría leídos o manejados (cosa muy rara en un copropolitano, créanme). Suponemos que Marcial vive bien, pero en verdad vive tranquilo, procurando abstraerse de esa manera de avanzar (o retroceder), a trompicones, de sus contemporáneos.
Lo visito por el gusto de la conversación. A veces cojo un libro, lo hojeo y le propongo cuestiones, que él resuelve con gracia y cierta precisión. Me llaman la atención los ejemplares que compra en librerías de viejo, donde busca con morosidad y sin noción alguna del tiempo. Algún día tendremos que hablar sobre esos libros que atesora mi amigo.
Marcial fabrica su propia agenda. No es que elabore el papel con pasta de celulosa en cubetas cuadrangulares, ni que se dedique a despachurrar papiros y unirlos con goma arábiga, agruparlos en forma de códice y coserlos a mano por el lomo, qué va. No es eso: se trata de algo más sencillo:Compra cuadernos con hojas de tamaño cuartilla en blanco inmaculado, a veces de bonitas tapas, y dedica una o dos tardes a marcar tres o cuatro días en cada página, uno a uno: de esta manera, en una misma página encontramos lunes tres de febrero, martes cuatro de febrero, miércoles cinco de febrero, y en la opuesta, por tanto, jueves seis de febrero, viernes siete de febrero, sábado ocho de febrero, domingo nueve de febrero; compartiendo estos dos últimos un espacio en la parte inferior. ¿Comprenden?
El pasado viernes, mientras llovía, se me pasó la tarde fabricando los días del verano y los primeros de otoño, me dijo hace una semana. Él llama fabricar días a eso que hace con sus agendas. Es como si fuera el dueño absoluto de su tiempo, no solo el presente, sino también el de los días venideros.
Me relaja, sabes. Cuando fabrico los días del año me doy cuenta de las verdaderas dimensiones del tiempo, del que no disponemos en absoluto: solo puedo escribirlo en estas libretas. No sé. Me entretiene.
Marcial me miró, satisfecho y en calma. De repente, unos ladridos, bastante molestos, perturbaron nuestra conversación. Las perras de las vecinas, apunté. Las perras vecinas, me devolvió, con una sonrisa en los ojos. Y siguió:
Un día será el último, eso lo sabemos. Yo quiero que ese día haya salido de mí, que al menos su nombre esté inscrito por mi mano en uno de estos cuadernos…
Marcial hizo un silencio de menos de medio minuto, mientras miraba por la ventana, donde se veía ese patio diáfano, una mesa sostenida por finas patas de hierro con sus cuatro sillas, geranios, plantas suculentas, tal vez la gata que, a su vez, observaría azul a Marcial, tal vez la misma lluvia de antes…
Y, si ese día vienea llevarme, que sepa que antes lo traje yo a él y que está aquí, marcado y encerrado en su cuaderno. Pasará como yo.
¿Cómo es eso, Marcial? Dices unas cosas…
Siempre pienso que uno de estos -señalaba el cuaderno que corresponde a este año- puede ser el último, y no me refiero al 31 de diciembre. Eso me hace disfrutar mucho más todos los días anteriores, a partir de hoy.
A partir de ahora, me atreví a corregirlo.
Eso mismo. Y cuando traspongas por esa puerta, todavía disfrutaré más. Hala, a casita, que ya no llueve.
Marcial, eres un capullo insufrible.
Esta conversación pudo haberse producido la semana pasada, o ayer, o dentro de siete meses, quién sabe. Lo de mi amigo y sus agendas me recuerda siempre a la bala de plata fabricada con el asa de un azucarero, dulce muerte, y sé que exagero, pero nunca le digo nada de esto a Marcial porque, en el fondo, me agrada que se entretenga con la fabricación de sus días, año a año, rodeado de libros y mirando cómo se deslizan las tardes por el patio.
Por cierto, Potocki se mató en su biblioteca.