Manuel Martínez Morote (profesor de Geografía e Historia)
La primavera se contiene. Las heladas de la noche acobardan todavía el fulgor intenso que tendrá la flor. Mientras, el invierno se consume, seco, con las umbrías de los montes que ya casi no lo son porque tienen en febrero el musgo agostado y quebradizo, porque el rocío de temprano no es suficiente para la sed que arrastran los pinares, que se van muriendo sin remedio, como la jara y el tomillo, y la coscoja y el enebro…
Es un invierno seco, y más serán los siguientes. Hace muchas décadas que los científicos vienen previniendo al mundo de las consecuencias de un cambio climático rápido y feroz, un nuevo escenario inducido por la humanidad en su afán de concebir la tierra como una colonia de explotación, de pensar que es posible una depredación infinita en un planeta finito.
Resulta sonrojante cómo se puede negar la evidencia científica.Recuerdo días enteros de niebla agarrada alas dolomías impetuosas de la Atalaya. Niebla y lluvia. Vida desacelerada con aquella humedad que reverdecía a las atochas en los otoños y en las primaveras. Días que nos parecían ajenos porque siempre fuimos gentes del sur, y extrañábamos el cielo añil, luminoso y claro, de vísperas al temporal; y, aunque sabíamos que era cuestión de tiempo el regreso de la luz mediterránea, ni las botas de goma negra y reluciente que los niños se calzaban para saltar en los charcos, ni el alboroto que producía en la chiquillería, tenían capacidad suficiente para hacernos olvidar los días gloriosos de sol.
Y sin embargo, la lluvia llegaba siempre para traer el olor genuino que tienen los montes cuando los cielos los socorre, esencia de tierra mojada donde crece la maquia y la garriga, donde los vahos de la estepa olorosa mediterránea sana a todos los seres vivos por igual: a la liebre agazapada entre el esparto y a la perdiz que tantea la humedad para la puesta de la primavera; al caracol serrano, blanca carne regia en la república del romero; al zorro que no deja nunca de aprender; al gavilán y al mochuelo; al jabalí indolente que se despereza hociqueando entre los cebollinos; a la alondra tutuvía, tan frágil y preciosa, con su cresta y su plumaje moteado y su canto como canon que van imitando otras alondras mientras observan siempre el mismo intervalo de tiempo, de manera precisa, matemática, con la perfección que tiene la naturaleza para quien la sabe escuchar y llora en su amantísima ternura.
Hay un mundo perdido en los recuerdos idealizados de cada uno de nosotros, unas realidades que seguramente no fueron exactamente como las percibimos con el paso de los años, conforme vamos escogiendo aquello que ayuda a mitificar nuestras vidas y las de los demás. Es cierto, pero también deberíamos ser capaces de discernir las interpretaciones subjetivas y sentimentales de la realidad. Realidad son los registros meteorológicos que en cada estación son pulverizados con nuevos valores extremos. Realidad es, por ejemplo, recordar cuando mi padre me llevaba, siendo yo niño, a la Fuente del Madroñal, y del manantial surgía un brazal de agua fresca y cristalina, impetuosa hasta caer en la alberca cuadrada de la finca; hoy apenas exuda el pobre nacimiento. Realidad son las veces que nevaba en la sierra del Oro, o en la de Ricote, o en el Almorchón, incluso en el pueblo alguna vez que otra. Realidades en donde no había de manera constante y duradera olas de calor de cuarenta y tantos grados, ni invasiones de esa calima sahariana que enturbia los horizontes y esfuma a las sierras. Realidad de mares con la temperatura tan alta que uno no siente frío al sumergirse en aguas que parecen hijas de balnearios termales. Realidad es también recorrer los Llanos del Cajitán y encontrarse con tierras sin sembrar el cereal, o con los sembrados bajos y traspillados, amarillos por la falta de lluvia. Es ver a los almendros de secano más secos que nunca, y a la hierba de los caminos muerta como las voces ausentes, y al aire recorriendo los terrones blancos de la aláguena, descomponiéndose en su pobreza como los huesos sin calcio, y es también despedir a la tarde, callado, añorando la presencia fucsia de los gladiolos silvestres; despedir a la tarde sin amapolas en las sendas ni espárragos en los ribazos.
Quién sabe si la falta de agua nos hará refugiados climáticos y entonces empecemos a entender el éxodo de los pobres y la dureza de tener que abandonar la tierra que amamos. Ojalá que antes podamos hermanarnos con las fuentes de los montes y las flores de los huertos, con la hierba espontánea y la orquídea de barlovento, con el viento, el sosiego, con el rumor sordo de la lluvia cayendo tranquila.