Manuel Martínez Morote (profesor de Geografía e Historia)
Febrero, recién llegado, comienza a inflamar los borrones de los almendros. Había uno, viejo y estriado, de tronco negro y ramas desmelenadas por la ausencia de escarda durante mucho tiempo, que cada año florecía adelantado. Era un árbol que siempre consideré venerable, a las afueras del pueblo, de camino al cementerio, pegado a la antigua nacional 301, donde ahora se levanta ya, grotesco y arrogante, el hormigón del futuro centro comercial; desarrollismo en vena para los vivos, tabique con tabique con los panteones de los muertos.
Porque esta semana, hablando con un grupo de alumnos sobre la representación de la belleza en el arte del siglo XIX, se me vino a la memoria las veces que cada año por estas fechas, de camino al instituto, aparecía ante mí la imagen del almendro con sus flores de nácar rosado y el mar azulado que detrás de él eran las hojas frías de las oliveras. Al fondo, como figuras oscuras de un paisaje romántico alemán, los cipreses del cementerio llameaban hacia el cielo transparente del invierno, y el árbol era como la ofrenda primigenia sencilla e inabarcable, a los cercanos huesos del camposanto. Y aquello, durante las dos semanas que duraba el milagro, me parecía bello, de una hermosura inalcanzable e irrepetible; breve como la vida, puntual como la muerte.
Hay personas que necesitan la belleza para vivir de manera sosegada y otras, sin embargo, que no les afecta la fealdad. Cuando viajamos nos percatamos del valor que cada gente, cada pueblo, da a una postura u otra. Hay ciudades que conservan la arquitectura tradicional en la parte histórica de su casco urbano, que siempre aparecen limpias y ordenadas – qué ausencia de desidia tan maravillosa- que mantienen jardines impecables en los espacios públicos y en los privados, que hay flores en las fachadas, sobre los puentes que cruzan ríos con corredores de bosques de ribera, plantas florecidas que cuelgan en las fachadas de las casas y en las farolas que rompen la oscuridad de la noche. Hay ciudades sin esquinas pringosas de orín de perro, libres de ese olor a amoniaco nauseabundo que tiene la orina cuando la calienta el sol y nadie la limpia. Hay plazas sin pintadas y esculturas sin decapitar, baños públicos impolutos y placas que conmemoran los hechos más relevantes de la historia local, a sus mujeres y a sus hombres, y a la tierra misma que los sostiene durante la vida y los acogerá en la larga muerte. Hay gentes que tienen estas ciudades porque ellas mismas son así; no pueden ser de otra forma, ni lograrían vivir con otros principios.
Las ciudades, los pueblos, hablan de quienes habitan en ella, de sus necesidades y sobre todo, de sus carencias. Hay lugares, también, en donde a sus mujeres y hombres – me consta el peligro de generalizar cuando lo que se escribe es negativo, y lo asumo – no les afecta la suciedad pública del espacio urbano, ni necesitan flores, ni abejas, ni colores, ni se estremecen con el olor de cada primavera particular. Lugares sucios y dejados, con calles maltratadas por basura de papeles, plásticos, latas, colillas, excrementos y meadas inmisericordes de perro… Sitios donde una parte de la felicidad que todos necesitamos no se busca en la belleza ni en la pulcritud, que convive con una naturalidad demencial con la fealdad, la de los edificios monocordes de varias plantas que desde los años sesenta del siglo pasado arrasaron los cascos antiguos de los pueblos y ciudades de este Levante nuestro. Localidades de fachadas sin macetas, de ríos sin bosques, de esculturas maltratadas y mutiladas, de plazas y paseos que tuvieron valor artístico en su momento y hoy se nos muestran destrozados por la ira del idiota, la indiferencia del habitante y el desinterés de quienes gobiernan. Pueblos donde los rincones apartados sustituyen a los baños públicos, donde las referencias a la historia se hacen con esculturas a personajes que nunca existieron y a invasiones que no lo fueron. Lugares que alguna vez se dejaron desposeer, que no saben ya respirar de otro modo o condición.
Este es el segundo año que camino al instituto no está el almendro. Ya no volverá, como no lo harán tampoco las acequias, con sus quijales antiguos de granados, de higueras y de olmos, con su olor a agua de río y el rumor de los azarbes entre el discurso de los mirlos…
Ya no volverá el almendro a florecer.
Es un artículo precioso, como todos los que escribe. ¡Qué gusto leer a este profesor! Es admirable y emociona con cada palabra.
Querido Manuel, vivo lejos y recibo tus artículos a través de mi hermano. He pasado de lector a seguidor. Ya no juzgo, no valoro tus textos, sólo los disfruto. Gracias