Revista "La Mandrágora" – IES los Albares

Invierno, paisaje, rito…

Manuel Martínez Morote (profesor de Geografía e Historia)

El invierno disminuye al hombre y encumbra a la naturaleza. El solsticio genera paisajes de dureza para la vida; más en la antigüedad que en nuestros días, más en la pobreza que en la riqueza durante todas las épocas.  Vastedad del paisaje de invierno que se adueña del ánimo de los seres vivos, doblegados al rigor de la temperatura y al cristal del hielo, a la incertidumbre de los días cortos, exiguos como la candela de una mariposa, como lucerna de cubículo mortuorio en una catacumba romana.

A veces, tener las necesidades básicas cubiertas nos introduce en una percepción del territorio más subjetiva, más alejada si cabe de la realidad, donde los lugares comunes se alzan como valores indestructibles surgidos de nuestras experiencias vitales, sensoriales, de los libros que una vez hicimos nuestros, de las músicas del mundo, de los lienzos… sustituimos nuestros paisajes mediterráneos por otros boreales, anhelamos entonces pasear por esos bosques de piceas doblados por la intensidad de las nevadas, acariciar silencios y presentir soledades; pero todo es ficticio, todo idealización y fantasía.

Nuestros mayores temían al invierno, a las carencias que conllevaba. Largas jornadas de trabajo bajo un frío eterno, constante, sobrellevando la humedad en el calcio de sus huesos doloridos, mal vestidos, peor alimentados. El invierno evocaba un mundo oscuro, tenebroso, donde el sol huye pronto y en el interior de los hogares a las tinieblas no les costaba dominar la miseria de los candiles. Así fue durante siglos.

“ (…) Y mientras la tierra dormía, el aire permaneció despierto y repleto de leves copos que fueron posándose poco a poco, como lo harían en el reino de una Ceres boreal que arroja su grano plateado sobre los campos (…)”, Henry David Thoreau, Un paseo invernal .

Meses de invierno, memoria de lugares diversos, desde antiguo, para configurar la identidad entre el pasado y nuestros días. Roma omnipresente;  Saturnales del 25 de diciembre por la Navidad cristiana; culto al fuego pagano,  hogueras como atlantes de llamas poderosas para alejar a los malos espíritus en San Antón; procesión de candelas, velas seculares, la fiesta de las Lupercales romanas para celebrar la fertilidad de la mujer y la naturaleza, transformada en la Candelaria, presentación de Jesús en el templo, purificación de la Virgen tras el parto, luz en su camino por la vida para los recién nacidos mostrados ese día; politeísmo de dioses menores para cuestiones cotidianas, – ¿qué son los Santos sino diosecillos? -, San Blas como reliquia cerámica dorada protectora de gargantas; y carnaval, la parte restante de las citadas Lupercales. Rito y hombre, inseparables, uno no existiría sin el otro; magia enredada con realidad, sueño con vigilia, lo inverosímil tornado en esperanza rotunda y duradera por abrigarlos pechos y no dejar nunca de caminar por estos paisajes de invierno que somos nosotros mismos.

Paisajes hechos a nuestra medida, lugares que surgen como mundos paralelos a lo que nos rodea, como si la necesidad de escapar de vez en cuando de lo cotidiano alimentase nuestro invierno ideal; el nórdico añorando al sol, el mediterráneo a la nieve, cada uno a su libre albedrío y según sus posibilidades.

Sigo maravillándome en la densidad del mundo de Brueghel el Viejo, en el arabesco de sus árboles desnudos, en las montañas que más parecen en algunos casos los paisajes de sus amados Alpes y del lago Maggiore que de su Brabante natal; cazadores en la nieve, paisaje invernal con patinadores, pájaros entorno a una trampa e incluso Reyes Magos adorando en un mundo de nieve blanca. Recuerdo mi primer encuentro con el maestro poco antes de Navidad, siendo niño, cuando mis padres compraban las postales y en ellas aparecía representado un mundo diferente, una escena tan densa en la que todavía hoy podría pasar horas disfrutando de la amplitud espacial del inmenso paisaje nevado, medidoen el vuelo de la urraca, quedeclina, al alejarse de nuestros ojos, el ritmo compositivo, como ocurre en la naturaleza. Maravilloso; la limpieza del dibujo de Brueghel es equiparable a la del invierno.

Escucho entonces, otra vez, la Danza de los Espíritus Bienaventurados, de Gluck, y no se me ocurre mejor melancolía para un paisaje invernal que no existe sino en mi imaginario; todo es suavidad en las notas de la flauta, en el abrazo maternal de intérpretes celestiales; armonía sublime para tener un cobijo donde regresar, una edad de oro que siempre nos espere.

Qué sería de nosotros sin estas licencias, cómo podríamos amar sin el arte, sin música, sin literatura.

 

 

 

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