Manuel Martínez Morote (profesor de Geografía e Historia)
En el siglo XIX, el diario de Murcia reproducía la “lista nominal de los individuos muertos en la feligresía de la Eralta en el día 15 de octubre de 1870, a consecuencia de la inundación”; 64 muertos de entre 1 y 63 años de edad. Desgracias terribles como la de María García Agüera, de Nonduermas, que con 33 años se la llevó la riada junto a sus hijos Ana María y Francisco, con tan solo cinco y un año respectivamente; “et lux perpetua luceat eis”. La destrucción fue de tal magnitud, que periódicos de toda Europa registraron la tragedia.
En Francia, el Comité de la Prensa Francesa editó un número único en diciembre de 1870 cuya portada ilustró el mismísimo Gustave Doré; sobre un tejado pide socorro una familia de huertanos mientras que sobre las aguas que cubrían la vega, una mujer alada, simbiosis alegórica de la victoria y de la República Francesa, acude en su ayuda rodeada de la luz de un nuevo amanecer, de una nueva esperanza que se alza sobre la muerte.
Yo he conocido la vastedad de las riadas. He quitado tarquín y he respirado el aire denso y espeso que deja la humedad del agua estancada. He visto a mi abuelo arrastrar en el campo a su perro ahogado, inflado y podrido de muerte inmisericorde. He ayudado a mi padre a limpiar paredes y a desechar enseres arruinados. He quitado maleza ovillada en los troncos de los frutales, arrancado de raíz a algunos de esos mismos frutales, vencidos definitivamente por la ira del agua. Esperábamos la bajada del nivel de la inundación sabiendo lo que nos encontraríamos. Sabíamos lo que tardarían los pájaros en pisar la tierra, conocíamos la desolación porque antes ya había habido otras riadas, y todas fueron contadas por padres y abuelos de generación en generación.
Hay circunstancias que no son solo presagios en el mundo mediterráneo. La irregularidad, la torrencialidad de los cielos sobre Valencia es propia del clima de estos paisajes, pero la virulencia de los totales caídos y la corta frecuencia horaria nos deja claro que las condiciones extremas van a dominar el comportamiento atmosférico de muchas regiones del planeta como consecuencia de un cambio climático que solo los necios siguen negando.
Faltan geógrafos en los despachos que ordenan el territorio. La construcción en zonas inundables, la ruina de la agricultura tradicional eliminando terrazas o entubando acequias y azarbes – sistema de evacuación escalonado de aguas en superficie-, la roturación de campos de cultivo creando pendientes perpendiculares a las líneas de nivel, las infraestructuras que obstaculizan el cauce natural de las aguas de escorrentía, la pérdida de espacios naturales, la deforestación e innumerables aspectos más, ayudan a entender el castigo tan enorme que han sufrido estas tierras.
En un espacio sediento, el agua llegó impetuosa. Sobre las gentes no solo se cernía la lluvia interminable. Como culebras llegaron las consecuencias de especular con el suelo, de considerar a la tierra no como la madre que nos sustenta, sino como un producto más de mercado. De golpe los efectos de esa soberbia que cree dominar a la naturaleza, el precio que tiene la desmemoria.
La riada no tiene alma, no distingue a nadie, no reconoce más que la dominación de unos cauces que, antes o después, siempre reclama. Y allí, desamparados, las mujeres y los hombres, atenazados por el pavor de perder no solo su vida, también las de las criaturas que intentaron proteger hasta que todo fue imposible. No hubo siquiera timidez inicial engañosa. Cataratas incontenibles arrasaron con todo. El agua arrastró piedras y muros de lo que horas antes fueron hogares. Se llevó maderas desorientadas, volteó automóviles con la facilidad que tienen los poderosos para aniquilar respiraciones. Se metió por las grietas antiguas y abrió otras nuevas. Cegó sótanos como si fueran aljibes mal emplazadas y borró las sendas y las veredas.
Hacia la noche la desgracia era ya dueña de los vivos. Los barrancos impusieron la tiranía del monstruo que despierta. No hubo compasión. El agua abrió boquetes por donde salieron desconsoladas las fotografías viejas de papel. Cada calle fue un torrente feroz por donde se perdieron los legajos que durante la vida se van guardando para poder llorar conscientemente cuando llega la muerte. Y la muerte llegó para algunos antes de tiempo; brusca, irrevocable, erguida y feroz. El ruido, al principio sordo y lejano, fue bramando cada vez más fuerte. El sonido que precede a una riada es tan incontenible como la propia avenida.
Llegó antes que el agua y el barro, como el sonido de los cascos de una caballería enfurecida que carga barriendo campos de naranjos y albercas de claridad. Con la noche ya desplegada, el miedo de las madres debió de ser inhumano, la derrota de los padres absoluta.
La rebelión de las aguas nos interpela con la dureza del esclavo que se enfrenta a las cadenas. La naturaleza se defiende de nosotros. Hay desgracias tan grandes que suponen un punto de inflexión; que la memoria de los muertos pueda salvarnos todavía y que ellos descansen en paz.