Revista "La Mandrágora" – IES los Albares

Tosantos

 

Manuel Martínez Morote (profesor de Geografía e Historia)

No me gusta Halloween, lo digo de antemano para subrayar mi falta de objetividad al respecto. No me gusta nada, ni el carnaval desfechado, ni las fiestas importadas, ni las calabazas fuera del zarangollo, ni el truco, ni el trato; estoy fuera de este teatrillo.

Entre el 31 de octubre y el uno de noviembre, todo es una ola de fiesta y diversión a costa de los muertos; los escaparates de las tiendas, los maratones de películas, los anuncios para comprar más y más, los colegios, el instituto. Afanosos compañeros y alumnos preparan con ilusión y esmero tumbas de pega con socarrones epitafios, decorados para la foto de rigor, telarañas de gasa y murciélagos de cartulina negra. Hay disfraces que concursan, premios, jolgorios varios que explican la tradición anglosajona de origen celta. Y mientras, cosas de la vida, la muerte verdadera, casi tabique con tabique con Los Albares, la auténtica e ineludible, la que custodia el tanatorio no entre chanzas ni golosinas, la del desconsuelo y la desesperanza. Cosas de la vida y cambio de costumbres, tanto que quizás sea bueno, a fecha recién pasada, recordar lo que fuimos no hace mucho tiempo, por Tosantos que decían los que hoy ya son ellos mismos difuntos.

Yo relaciono estas fechas con el recuerdo de mi padre arreglando los panteones de mis abuelos. Lo hacía todo el año, pero en aquellas fechas había en él un esmero de orfebre incomparable. Yo lo acompañaba con un silencio respetuoso hacia los muertos y hacia sus evocaciones. Miraba a otros hombres y a otras mujeres y entendía el vínculo de la sangre, el peso de la memoria. En algunos lugares, cirios se encendían como queriendo marcar una estela luminosa a las ánimas. Es curioso como las flores huelen de manera diferente según sea su destino; hay un olor propio e irrepetible para los tronos de Semana Santa, otro abrumador y estancado para las rosas penadas de los panteones, uno libre y fresco para las abejas de la huerta…

No recuerdo en aquellas circunstancias que nadie echara en falta la fiesta. Hay un lugar y una ocasión para cada cosa. A mí me impresionaba, siendo niño, ver procesiones de mujeres y hombres que en el camino hacia el cementerio, abrazando las flores que iban a ofrendar a sus difuntos, hablaban de los años que hacía de la muerte de uno y de otro, de cómo fue aquello, del vacío que dejaron, de lo buenas personas que eran…

Me vienen a la memoria también vientos más fríos y montañas de perfiles nítidos que anunciaban las primeras heladas. Había en aquellos paisajes un rigor solemne, incuestionable, como si todo, en esos días, tuviese un único sentido, como si el mundo entero fuese un símbolo de eternidad y permanencia. Creo que haber conocido el valor del recogimiento en esas fechas me sirvió para valorar la importancia que a veces tiene el silencio. También aprendí por aquellos años, algo que todavía aplico para la historia y que comento con mis queridos alumnos;que todo no es festejable, que a veces lo correcto es sencillamente conmemorar.

Por el uno de noviembre y el día de los difuntos se conmemoraba. Conmemorar es uno de los actos más humanos y respetuosos, es la ofrenda de gratitud más grande que podamos realizar. Constituye por sí solo el lugar del pensamiento, el regazo de la consciencia destinado a proteger lo que no queremos olvidar, lo que consideramos esencial en nuestra experiencia de vida. Conmemorar no es festejar.

Podría pasar que dentro de algunos años ya no hubiese lugar alguno para otra cosa que no sea la fiesta, que se lamine por completo todo lo que pueda atentar contra un mundo feliz. Es posible incluso, que otras importaciones sustituyan a las anteriores, y que los cipreses del cementerio se reemplacen por los neones de un centro comercial que no tuvo mejor ubicación que la del propio cementerio. Es probable que el olor de la rosa sea asesinado por el de las hamburguesas industriales, que los mirlos enmudezcan por el ruido de los motores desde el aparcamiento. Es posible incluso que nadie recuerde el misterio del mármol ni el devenir de las sombras; posible que por Tosantos nadie se estremezca ya en el monte de las ánimas.

 

 

 

 

 

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