Bartolomé Salmerón Herrera, profesor de Filosofía
De primeras al leer esta proclama: “¡Viva la política!”, el primer gesto que nos acompaña suele
ser de extrañeza cuando no de rechazo. Estamos en un punto donde todo aquello que tenga
que ver con la política o los políticos nos produce cierto sonrojo y desafección por lo que
acontece ante nuestros ojos. El devenir de los que tienen que cuidar de lo público ha girado
hacia terrenos pantanosos, emponzoñados de irascibilidad partidista y alejados de la
racionalidad que busca el bien común. Creo que justo es también decir que encontramos
hombres y mujeres que dedican su tiempo y su salud en búsqueda de una sociedad mejor.
Lo cierto es que el verdadero problema del panorama político actual viene dado por nuestro
desapego por la esfera pública, el nuestro, el de todos los ciudadanos de a pie que pensamos
que eso de la política es para otros, para unos pocos que tienen como labor mesiánica guiar el
designio de todos. Convencidos, como estamos, de que nuestra función como ciudadanos es
votar en las distintas elecciones, olvidamos que nuestra tarea pública solo comienza en ese
momento, pero esta acción no es más que el punto de partida de nuestra responsabilidad
política.
No debemos olvidar nuestra naturaleza política, somos animales políticos, tal y como nos
definió Aristóteles. Los seres humanos necesitamos completar nuestra predisposición genética con la herencia cultural, somos humanos en cuanto vivimos en comunidades que moldean
nuestra esencia para contextualizarla en su máxima expresión. Es así como debemos entender
nuestra función política, debería ser una participación activa y duradera en un proceso de
lucha por todo aquello que nos une.
Perseguimos con fervor una felicidad individual que colme nuestros anhelos más profundos, y
ya conocemos la variada gama de objetivos existenciales que llenarían nuestros deseos más
arcaicos; que si el dinero, que si la salud o la tranquilidad, pasando por el placer de los sentidos
en su más extensa diversidad, hasta la contemplación y el éxtasis de lo Bello, y entiéndase por bello aquello que nos produce un deleite por encima de lo puramente material. Pero ninguno
de estos bienes individuales son posibles sin una buena vida en comunidad. Es en el seno de la
esfera pública donde se puedan desarrollar los bienes básicos para la subsistencia y, si es
posible, el buen vivir de todos sus miembros. El desarrollo del espacio público es previo al
privado, sin aquel es imposible este.
Es pues fundamental un compromiso renovado con la política, la idea de que para conseguir el
bien personal y el colectivo es necesaria nuestra participación activa en la política queda
reflejada en el origen mismo de esta palabra. Así, “política” proviene del término griego
“polis” (πόλις): se trataba de ciudades-Estado griegas donde el individuo estaba
profundamente enraizado en el territorio que le daba sentido a su existencia (acordémonos
por un momento de Sócrates, que prefirió suicidarse con cicuta antes que ser expulsado de
Atenas).
Un último apunte, muy revelador sobre el asunto que nos ocupa, surge ahora del
desvelamiento de otro término al acercarnos también a su origen. Se trata del vocablo
“idiota”, del griego ἰδιώτης (idiṓtēs), en su sentido original con esta palabra se calificaba a todo aquel que quedaba recluido en su espacio privado y no participaba de lo público, dejando
así que los demás decidieran por él en los asuntos de la comunidad.
Pues bien, frente al idiota es necesario salir de nuestro espacio individualista y aislado, salir del
cerco acotado de nuestras más banales comodidades, para abrirnos al lugar común que todos
compartimos y necesitamos, en donde todos debemos y podemos ser felices según nuestra
propia naturaleza política.