Revista "La Mandrágora" – IES los Albares

Árboles custodios

 

Manuel Martínez Morote, profesor de Geografía e Historia

Hay mañanas que clarean con una luz que se siente filtrada por los viejos papeles de celofán amarillo, aquellos que cuando éramos niños en los primeros cursos de EGB, usábamos para manualidades que aún hoy, como entonces, me parecen cosa para gentes de espíritu calmado y poco irritable. Antes de llegar al trabajo, miro, de camino, las montañas. Sobre las dolomías de la Atalaya descansa un velo dorado que mitifica todavía más a esta sierra. Como el coche lo llevo completo de alumnos, les comento la brevedad que tiene la belleza, y ellos, personas incipientes, miran y asienten con la impaciencia de salir pronto de aquella rareza y volver a su estado natural.

Al subir las persianas, a primera hora, en las antiguas aulas de Historia, surge en la lejanía la sierra del Oro, solemne como una madre, con su umbría de pinos maltratados tras el estío implacable, con su cuerda almenada por los indómitos carrascos. No vemos la Atalaya, porque otros pinos, imponentes y cercanos a nosotros, se interponen como gigantes poderosos.

En los pinos de Los Albares, el viento que desciende del Morrón se deshilacha. Los árboles, acostumbrados como están a las levedades de las plumas, mueven sus ramas como queriendo aventar las palabras que les llegan de las aulas. Es fácil imaginar que las impulsan a lugares donde se sedimentan las cosas que merecen la pena, o las comparten con los álamos blancos del río Segura, o las cobijan en la tristeza de las últimas oliveras centenarias, condenadas a muerte también, como sus difuntas hermanas, en este pueblo nuestro de escasa conciencia con la naturaleza y su propia identidad.

Por eso son tan importantes en este instituto. Más de un centro querría tener este pequeño bosque, este lugar de encuentro. Sobre las copas se posan las urracas, ávidas ladronas de huevos y baratijas. Se mecen envalentonadas mientras refulge el negro metálico de sus plumas como estandarte de la rapiña. Debajo de ellas, en la parte intermedia de estos pomos de ramas, descansan las tórtolas filipinas, con su canto bronco y tabernario. Miran a los alumnos correr en los recreos, esperan pacientes su regreso a las aulas para buscar el sustento diario en algún pedazo de pan perdido tras la batalla de un improvisado partido de fútbol, o en la última carrera, o en el abrazo impetuoso de la amistad inicial.

Hay en la tierra una estera de agujas secas que da abrigo a los insectos. Hormigas abren elongaciones sinuosas en la tierra y sobre el tronco de los árboles, perlado de resina ambarina, sagrada, altar que parecen custodiar las ardillas, que en su nerviosismo rodean la madera y ascienden impetuosas, como dibujando una invisible columna salomónica, antes de perderse en la fronda, antes de provocar el vuelo preventivo de las tórtolas y la risa iracunda de las urracas.

En las aláguenas, al amparo de estas presencias protectoras crece un jardín asilvestrado que es reino para los gorriones. Como una cohorte de hermanos menores de los pinos crecen algunos mirtos, laureles olímpicos y sabinas rastreras. En el invierno, cada vez más corto y menos frío, se puede todavía ver a uno o dos petirrojos que cada año regresan sabiendo que pronto no será necesario migrar. Y sobre viejas lavandas y leñosos romeros que luchan contra la maleza espontánea, abejas atemporales se afanan en libar flores escasas y derrotadas. Hay también dos o tres cipreses acampanados, y dos o tres palmeras que sortearon al picudo terrible, y algún rosal enfermo, y un macizo de lirios blancos que cada primavera delira con las espumas del mar Mediterráneo.

Los pinos son custodios de todas las generaciones que han ido pasando por Los Albares. Saben todos los nombres, recuerdan todas las edades. No hay regazo ni refugio como sus anillos para las llegadas inciertas y las marchas ineludibles. Crecen estremecidos porque conocen la brevedad de las personas y el presente de los animales, pero lo vencen todo con su esperanza esmeralda que solo quiere céfiros de cometas y sueños de madreselva.

Mañana regresarán viejas palabras a labios todavía por estremecer. Llegarán de nuevo historias parecidas a las antiguas y risas que son como canciones; y suspendida en el atardecer, alcanzará las copas más altas la geografía de todos los pechos, y los pinos, honrados y bondadosos, recordarán lejanos días de lluvia.

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